PRÓLOGO PROXIMO LIBRO: LA IMPUTACIÓN PENAL
Prólogo
El profesor chileno J. Reyes Véliz
entrega al justo tribunal de la razón jurídica de la comunidad del foro hispanoamericano
el libro que tenemos entre manos, titulado “La
imputación penal”. Nos sorprende con esta nueva entrega. Pero –que no se me
mal entienda– nos sorprende no en el sentido de que nos coja desprevenidos con
una impronta académica extensa, aunque ciertamente substanciosa y detallada,
traducida en la presentación del tema elegido para su análisis, que aborda con
preclaro rigor científico y minucioso cuidado epistemológico uno de los núcleos
centrales del Derecho penal contemporáneo: el asunto de la imputación.
Con este trabajo conmueve Reyes Véliz,
una vez más, por su lúcida y versada capacidad para abordar temas tan complejos
con una sencillez y habilidad inusitadas en el ámbito del Derecho penal que,
siendo caracteres de suyo común, sin embargo lo convierten precisamente por
ello en rara aviz del mundo juspenológico, lo cual, por si fuera poco, magistrados
judiciales, abogados y estudiantes de Derecho debemos agradecer de profundo cordis, por cuanto este
nuevo texto, para beneficio de sus lectores, actualiza y completa en contenido
de conocimientos su anterior “Manual de
Imputación Objetiva”, piedra angular sobre la que se erige este libro,
según propia confesión del autor.
Personalmente, además, sorprende
también el hecho de que mi buen amigo J. Reyes Véliz haya tenido
la especial deferencia de invitar a prologar su interesante y bien argumentado
libro de Derecho penal a quien no es especialista de rigor en el tema elegido, como
sí lo es él. Lo revelo con total sinceridad. En este sentido, pues, mi
intrusión en este campo del conocimiento jurídico viene respaldada por la gentil
deferencia que nuestro autor me prodiga, lo que me permite tener el honor de
escribir las modestas líneas que siguen a continuación con el más absoluto
título de liberalidad.
Como es sabido, el tema de la imputación constituye el eje central del
Derecho penal contemporáneo, una suerte de moderno άρχή jurídico-penal, en tal
grado que, incluso, bien podría afirmarse que la actual teoría jurídica del
delito no es sino, en sí misma, una teoría de la imputación. En la doctrina
penal alemana de hoy, por ejemplo, es posible encontrar tratadistas que, siendo
exponentes de vertientes doctrinarias diversas y diferentes entre ellas, sin
embargo, a pesar del contraste de sus pensamientos, coinciden en ubicar el concepto
de la imputación en el centro mismo de sus obras. Para citar tan sólo tres
nombres, traigamos a la memoria los de Roxin, Jakobs
y Hruschka.[1]
Empero, por supuesto, esto es ahora
así después de un largo proceso de evolución del pensamiento jurídico-penal que
se prolonga desde mediados del siglo XVIII hasta la actualidad.
En efecto, después de que el
concepto de imputación destacara como columna vertebral de la doctrina del
jusnaturalismo racionalista del siglo XVIII y en la de los penalistas
hegelianos del siglo XIX, hacia 1881, con la publicación de su célebre Lehrbuch des Deutschen Strafrechts, el
pensamiento positivista de von Liszt se impuso desplazándolo,
para preferir el enfoque del causalismo
naturalista,[2]
influencia que se extendió hasta el período post-bélico de las grandes guerras imperialistas,
cuando adoptara un matiz valorativo, lo que, de alguna irónica manera, abrió
camino para que varios años después ganara espacio la concepción del finalismo welzeliano,[3]
según la cual la acción es la efectivización de un acto consciente que se
dirige a realizar un fin pre-determinado
por quien lo realiza.
Ambas posturas doctrinarias –las
del causalismo y finalismo– se edificaron, no obstante, sobre la base del
reconocimiento[4] de
unas estructuras lógico-objetivas que,
de acuerdo a sus respectivas consideraciones teóricas, subyacen a la acción
humana, cuya existencia es de naturaleza ontológica.
Me explico mejor: en la segunda
nota del clásico “Nuevo Sistema del
Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción final” de H. Welzel, se
lee la siguiente proposición: “Estructuras
lógico-objetivas (sachlogische Strukturen) son estructuras de la materia de la
regulación jurídica destacadas por la lógica concreta (Sachlogische), que se
orientan directamente en la realidad, objeto de conocimiento”.[5]
Qué quiere decir esto; es decir, qué es una estructura
lógico-objetiva del Derecho penal, en particular, y del Derecho, en
general.
Parecería que la
respuesta más adecuada a la cuestión nos la puede ofrecer, desde campos
extra-penales, el maestro vienés H. Kelsen,
quien en el Capítulo I de su celebérrima “Teoría
Pura del Derecho. Introducción a la Ciencia del Derecho”[6]
esclarece el tema con el rigor gnoseológico que sólo la lógica formal le pudo
proporcionar para formular sus esclarecedoras tesis. Según él, ya que existen
dos mundos coetáneos en la realidad, uno el físico, llamado por la tradición
del idealismo clásico alemán Mundo del Ser
(Sein), y otro el abstracto, el de la consciencia social, el del espíritu
objetivo,[7]
denominado Mundo del Deber Ser
(Dasein),[8]
existen también dos clases de relaciones lógicas –y por ende, relaciones de
carácter ontológico,[9]
según la consideración kelseniana de inspiración filosófica idealista moderna–
que, de modo objetivo, subyacen[10]
como razón en cada uno de estos dos espacios:
una, la relación lógica de causalidad,
y la otra, la relación lógica de
imputación.
Gracias
a ciertas evidencias empíricas, se ha podido inferir que la
primera de las antedichas relaciones –la de causalidad– es aquella que subyace
en el siguiente supuesto: dados dos eventos, A y B,
A es causa de B si y sólo si
se cumplen dos condiciones lógicas, dos sucesos importantes, a saber:
- La ocurrencia de A es seguida de la ocurrencia de B; o,
- La no ocurrencia de B implica la no ocurrencia de A.
Así
pues, cuando dichos eventos (A y B) cumplen las dos condiciones
anteriores, decimos que existe una relación
causal entre ambos. En concreto, “A
es causa de B” o, lo que es lo mismo, “B
es efecto de A”. Eso es lo que entendemos por la relación lógica de causalidad, más conocida como Principio de Causalidad.
Ahora
bien, si bien la no ocurrencia de B
no tiene por qué estar ligada necesariamente
a la no concurrencia de A en el
segundo suceso, cierto también es que cuando se presenta entre ambas
situaciones el nexo condicional correspondiente, la no ocurrencia de B deviene, como en la ocurrencia de B en el primer suceso, efecto
necesario respecto de la no ocurrencia de A.
Esta
condición resaltada –la necesidad mediadora existente entre A y B–
diferencia ontológicamente, pues, la relación
de causalidad de la relación de
imputación, porque en ésta, dados dos eventos, A y B, B es consecuencia de A si y
sólo si B representa el significado del
acto de un individuo intencionalmente dirigido a la realización de algo,[11]
y que, como efecto, es imputable a la condición A. En este sentido, B no
puede ser consecuencia necesaria de A,
sino sólo efecto probable, en tanto la regla de imputación medie entre
ambos eventos.
Estas diferencias pueden ser
expresadas a través de unas estructuras
lógico-objetivas que revelan la disensión y oposición ontológica existentes
entre una y otra relación lógica, subyacentes ambas, pero de manera
correspondiente, a los mundos del ser y del deber ser. La primera de las referidas relaciones se rige
por la estructura “Si A es, entonces B es”.
La segunda presenta la estructura “Si A
es, entonces B debe ser”.[12]
Unos ejemplos aclararán la
aparente (y sólo aparente) ininteligibilidad de estas estructuras. Cuando
decimos “si someto un litro de agua al
fuego a 100°C, entonces el agua hierve”, subyace en esta proposición la
primera estructura; pero si aseveramos que Pedro mata a Pablo, no podríamos
afirmar con la misma naturalidad que
en el anterior caso, que Pedro irá necesariamente a la cárcel, porque lo
correcto sería, más bien, sentenciar que “si
Pedro mata a Pablo, entonces Pedro debe ser sancionado con pena de cárcel”.
En lo más íntimo de estas estructuras, pues, resaltan con singular notoriedad dos particularidades de suyo propias: en primer lugar, mientras en la estructura “Si A es, entonces B es” se describe con generalidad un acontecimiento propio de la naturaleza de las cosas o, por mejor decir, de la naturaleza tal como ella es, que fluye en relación de un antecedente generatriz de un consecuente, en la estructura “Si A es, entonces B debe ser” se prescribe la consecución de un resultado que debiera ser la consecuencia imputable a una conducta realizada con anterioridad; en segundo término, se advierte que en el caso de la primera estructura rige, entre antecedente y consecuente lógicos, una relación de necesidad, ya que es evidente que B es consecuencia forzosa de A,[13] mientras que en el segundo caso se presenta una relación de probabilidad, dado que B es consecuencia posible que, de presentarse entre las situaciones representadas por A y B el nexo objetivo que las relacione, sería imputable a su antecedente A.
En estas consideraciones teóricas, se percibe una clarísima influencia kantiana en Kelsen,[14] por lo que es natural reconocer que para éste –así como para el mismo Kant en lo que le respecta– ambas estructuras lógicas son asumidas como objetos de la razón que poseen existencia objetiva e independiente de las cosas mismas y, por lo mismo, constituyen formas puras, pre-empíricas, del entendimiento humano. De ahí que, siendo estructuras lógico-objetivas de los mundos antedichos, son, al mismo tiempo, estructuras ontológicas, formas a priori del entendimiento que informan los fenómenos que reflejan los objetos,[15] las cosas en sí, provistas de espacio y tiempo que el hombre les proyecta.
H. Welzel,
compartiendo estos postulados en forma evidente, aunque tácita,[16]
y dejándose seducir por el pensamiento ontológico de N. Hartmann
–aunque lo negase en todos los idiomas– y por la psicología –llevada al extremo
de psicologismo– de R. Hönigswald, K. Bühler y Th.
Erismann, consideró que “la acción humana es ejercicio de [una] actividad final… es, por tanto, un acontecer ‘final’ y no solamente
‘causal’”, idea que parece constituir, en verdad, una especie derivada de
la ley de imputación kelseniana[17]
porque resulta evidente que todo deber
ser apunta siempre a la realización de un fin predeterminado,[18]
que es lo que constituye el eje central de la teoría finalista de la acción.
Por tanto, después de
todo lo explicado, es posible concluir diciendo que una estructura lógico-objetiva del Derecho en general, y del Derecho penal
en particular, es una estructura lógica que, como forma del entendimiento puro,
pre-existe a los objetos de los mundos
del ser y del deber ser, y
expresando una realidad de modo objetivo –siempre de acuerdo a la consideración
del idealismo clásico alemán–, subyace a la realidad concreta, resultando así
el verdadero objeto del conocimiento, lo que no las cosas mismas sobre las que se proyectan.
De esta manera, quedan
respondidas las preguntas formuladas párrafos arriba, aunque no precisamente
para satisfacer inquietudes intelectuales. En realidad, con el análisis
efectuado, es posible advertir juiciosamente que, de estos presupuestos ontológicos,
se derivan importantes consecuencias categoriales en el campo de la teoría del delito
–hasta aquí, ora causalista, ora finalista–, entre ellas, la que se refiere a la
comprensión acerca del contenido del concepto libertad de actuar de la persona; otra, que es la misma que se
refiere a la definición de acción; aquella
que representa el objeto de protección del Derecho penal que es lesionado o amenazado por dicha acción, esto es, el bien jurídico; y, una más central aún, que es la que corresponde a
la concepción de la imputación de un hecho –que se reputa ilícito y culpable– a
la acción de una persona.
Pero resulta que últimamente
es muy poco frecuente encontrar autores del Derecho penal que se detengan a
analizar debidamente estas cuestiones fundamentales. En el mejor de los casos,
si lo hacen, dedican un cortísimo espacio de sus textos a estos importantísimos
asuntos que se esconden con discreción tras bambalinas. Ello se debe –con
seguridad– a motivaciones de orden pragmático y utilitario[19]
para la publicación de sus libros, probablemente impuestas –también– por las
editoriales que acogen y patrocinan la noble
empresa de la publicación de ideas.
Sin embargo, sobre la maleza de la dictadura
de la realidad actual, el profesor Reyes Véliz se ha
alzado y protestado contra este statu quo
editorial en esta obra suya, una vez más,[20]
para analizar los aspectos enclaustrados
de la materia de fondo de estas teorías del delito, como puede uno verificar lecturando
sesudamente los capítulos V, VI e inicios del VIII, y aprehender con él sus
conceptos generales de manera más esencial, lo que da cuenta de un hombre cuya
valía intelectual radica, en rigor, en su condición de estudioso afanado,
afanoso y preocupado por conocer las razones
del Derecho penal, que comprende que el sentido práctico del estudio de ésta,
nuestra ciencia, es importante, pero que ella, sin la necesaria reflexión
teórica que la inspire y explique en
esencia, no pasará de ser burda creación empírica, y que, de manera
biunívoca, sabe también que la pura abstracción teórica no sirve sino para
elevarnos, soberbios y arrogantes, hasta las alturas del etéreo τόπυς ουράνιον,
desde donde perdemos perspectiva de la realidad y desde donde nada es posible
de solucionar en este mundo de cosas
sensibles. En última instancia, pues, leo la obra de Reyes Véliz, y
entiendo que lo mismo para él que para mí, acoge la sana idea según la cual, de
lo que se trata aquí es de entender
el Derecho penal desde su raíz para aplicarlo, y no tanto saberlo sólo para ejecutarlo.
Es que sólo con los rudimentos
nucleares de las teorías del delito que pretendemos estudiar nos es posible
comprender estructural y sistemáticamente los demás conceptos y categorías del
Derecho penal que, naturalmente, se
derivan a partir de sus respectivas bases filosóficas. Si esto no fuese así, el
conocimiento del Derecho penal y sus conceptos sería casi nulo, pura y
vulgarmente pragmático, casi como el que corresponde a un sencillo –como se
dice criollamente en mi patria– tinterillo,
o sea, el empírico de la ley que no sabe de Derecho sino sólo de leguleyadas y
trámites judiciales. Seamos claros entonces: para quiénes son, pues, los libros
de Derecho penal hoy en día. Mientras pienso en la respuesta más adecuada para
esta pregunta, recuerdo decir a Kant que “la
ciencia puramente empírica del Derecho es, como la cabeza de las fábulas de
Fedro, una cabeza que podrá ser bella, pero tiene un defecto y es que carece de
seso”.[21]
Cuando se entienden las nociones fundamentales de las teorías, sólo entonces, es posible no únicamente conocerlas sino, mejor aún, criticarlas.[22] Por eso, sabidos en esencia los elementos y núcleos teóricos de las doctrinas causalista y finalista del delito, es posible cuestionar la valía epistemológica de sus construcciones teóricas que pretenden explicar el delito, así como sus estructuras lógico-objetivas, para concluir inequívocamente que precisamente gracias a éstas, causalismo y finalismo no han hecho sino consolidar la ubicación del Derecho penal y el concepto de delito en el reino de la metafísica. Legítimamente, pues, cabe preguntarse qué valor científico puede atribuírsele a semejantes ideologías jurídico-penales que, despreciando la realidad de las cosas y los hechos, absolutizaron inútilmente lo que no han sido sino, en verdad, categorías que reflejan en el pensamiento lo que acontece en el mundo objetivo y concreto. La respuesta adviene naturalmente a nosotros, sobre todo cuando los efectos prácticos de tales ideologías nos enrostran la realidad de sus consecuencias a la hora de su aplicación.
Puede que esté equivocado, pero luego
de haber conversado personalmente –aunque en acto breve en tiempo, de situación
substancial en contenido– con Reyes Véliz en la bella
ciudad chilena de Viña del Mar en agosto de 2012, cuando tuve el honor de
conocerlo a propósito de mi participación como expositor extranjero en un
Congreso Internacional de Derecho Penal que fue organizado por la Facultad de
Derecho de la ilustre Universidad Andrés Bello, y después tuve ocasión de examinar
este segundo libro suyo que ha llegado, para fortuna mía, a mis manos, me atrevo
a pensar que parecería que nuestro bienquisto amigo tiene iguales o similares
consideraciones a las mías respecto de las escuelas causalista y finalista del
delito (y todas sus versiones, más o menos ortodoxas), lo que, como a mí, lo
lleva a buscar definiciones más razonables, realistas y apartadas de la
metafísica, o, por mejor decirlo, lo impulsa a reclamar concepciones más funcionalistas en relación a la realidad
social actual. Su búsqueda lo ha llevado hasta el profesor G. Jakobs
y su pensamiento jurídico-penal.
En el campo de la teoría de la
imputación, Jakobs considera, en primer orden, que toda persona es
portadora de un rol, el que desempeña en el mundo social y en función del cual
el sujeto reconoce la posición que
ocupa en la realidad. Por lo mismo, el reconocimiento del rol social de la
persona tiene un doble beneficio: primero, identifica a cada sujeto en el mundo
social y, segundo, gracias a él los demás ciudadanos saben a qué atenerse con
tal sujeto. Este esquema básico de
interrelación social pone de manifiesto una estructura dual del rol social porque
éste se compone de un aspecto formal,
esto es, la identificación del sujeto en el mundo social, y otro, el aspecto material, que no es sino el haz
de deberes y derechos coligados a ese rol. Así, esta dual estructura sienta las
bases que permiten la interrelación entre las personas en la sociedad, es
decir, la comunicación social.
Ahora bien, es lógico concluir de
lo anterior que si el rol identifica a cada sujeto en la sociedad, también da
la medida de su propia responsabilidad porque fija el ámbito o esfera, una
suerte de segmento de la realidad, de competencia personal de cada sujeto en el
que éste es su gestor. Si su administración es correcta, el sujeto afianza
las expectativas sociales con su conducta y fomenta la capacidad de orientación normativa; pero si es incorrecta, entonces defrauda las expectativas sociales y la
sociedad se lo demanda imputándole una responsabilidad
por su mala gestión en la administración del segmento social que le
correspondía en función de su rol.
El quebrantamiento del rol es,
pues, como dice M. Polaino-Orts, “la
llave que abre la puerta de par en par a la imputación penal sobre la base de la infracción de una norma
jurídica”.[23]
Claro, esto se explica porque el sujeto que infringe su rol quebranta al mismo
tiempo la vigencia de la norma, con lo que defrauda
las expectativas sociales, lo que amerita –de darse el caso– un reproche
jurídico a su proceder. En esto consiste, precisamente, la imputación: en la
acreditada desviación del rol social, es decir, en “el quebrantamiento o la inobservancia de alguno de los deberes
inherentes al rol, pero ninguno que quede al margen o fuera de ese rol, esto
es, extramuros de ese ámbito de organización”.[24]
Con razón, y sobre la base de estos
presupuestos, Jakobs dirá entonces: “el
Derecho penal reacciona frente a una perturbación social; ésta no puede
disolverse de modo adecuado en los conceptos de sujeto aislado, de sus facultades
y de una norma imaginada en términos imperativistas. Por el contrario, hay que
partir de los correspondientes conceptos sociales, de los conceptos de sujeto
mediado por lo social, es decir, de la persona, del ámbito de la competencia y de la norma como
expectativa social institucionalizada.”[25]
La concepción jakobsiana de la
imputación constituye un magnífico ejemplo de la aplicación de criterios
epistemológicos de orden social, centralmente terrígenos y el rechazo –esperaríamos
para siempre– a la metafísica actuante en el Derecho penal del siglo XX,
extensible aún hoy en día. Lamentablemente las imprecaciones de las que se ha
hecho merecedora, al igual que su obra mayor –el llamado Derecho penal del
enemigo–, poco o nada tienen que ver con el carácter científico de la teoría y
de las reflexiones que la originaron.
Como bien resalta Polaino-Orts
en este caso: “si Jakobs
no hubiera designado el fenómeno legislativo que describía en el término
Derecho penal del enemigo, sino con otros menos alarmantes (‘Derecho de defensa
de peligros’, ‘Derecho de peligrosidad criminal’ o ‘Derecho de neutralización
de riesgos’, por ejemplo, que todos ellos designan lo que el autor pretende
designar), probablemente el revuelo organizado en torno a la cuestión no se
hubiera producido”.[26]
Sin embargo, a pesar de tan infundado
escándalo encima, el profesor J. Reyes Véliz adopta con
firmeza una posición, la desarrolla y la difunde extensamente. Y lo hace bien.
En las páginas que siguen a continuación, el lector podrá satisfacer con creces
sus expectativas de conocimiento al proveerse –y, eventualmente, servirse– de
un enorme conjunto de análisis, síntesis, explicaciones y exposiciones
esclarecedoras sobre la más variada y completa lista de conceptos que definen y
constituyen el problema de la imputación y que, sirviéndole de presupuestos
lógicos, decantan después para la formulación de la teoría de la imputación
objetiva de Jakobs, furibundamente cuestionada por los partidarios del
finalismo supérstite, más por temor que por razones científicas.
Tal vez el profesor Reyes Véliz
tenga que sufrir por esta causa los embates propios de las circunstancias,
tanto en su patria como en algunos lugares de la América Latina nuestra. Pero
seguramente sabe él, y muy bien, para su seguridad y tranquilidad, que la
historia de la humanidad está llena de ataques, e incluso de persecuciones, de
la misma naturaleza que hoy sufren subrepticiamente Jakobs
y compañía. ¿Hay que recordar, acaso, en el campo de las ciencias naturales, a
personajes tales como Copérnico, Bruno, Galileo,
Darwin e incluso el mismo Einstein; así como en
el ámbito de las ciencias sociales a magníficos pensadores tales como Marx,
Sartre
o Haya
de la Torre, en sus respectivos espacios y tiempos históricos?
A la luz de lo visto a lo largo
de los últimos diez años, aún hoy en día, cuando podríamos repetir a Freud
y decir con él: “¡Qué progresos estamos
haciendo! En la Edad Media me habrían quemado a mí, hoy en día se contentan con
quemar mis libros”, definitivamente la respuesta al interrogante tiene que
ser un sonoro y vigoroso “¡sí!”. Se
me antoja en este momento imaginar la figura de un J. Reyes Véliz
integérrimo a pesar de todo, es decir, del profesor y amigo tal como él es. Y,
así, auguro muchos éxitos al libro al cual el lector está a punto de entregarse.
Prof. Dr. Luis Alberto Pacheco
Mandujano
Universidad Inca Garcilaso de la
Vega
Lima, septiembre de 2013
[1] Cfr. Mir Puig, Santiago, “Significado y alcance de la imputación objetiva en derecho penal”.
En: Revista Electrónica de Ciencia Penal
y Criminología. 2003, núm. 05, p. 05:1. ISSN 1695-0194. http://criminet.ugr.es/recpc/05/recpc05-05.pdf
[2] El
causalismo naturalista concebía la acción, en esencia, como el proceso de modificación
del mundo exterior que es causado por un impulso voluntario. Von Liszt,
definió la acción como “la producción,
reconducible a la voluntad humana, de una modificación en el mundo exterior”
(sic., García
Cavero, Percy, “Lecciones
de Derecho Penal. Parte General”, Editora Jurídica Grijley, 2008, página
278).
[3] Gestada
en la década de los años 30 del siglo pasado.
[4] Este
reconocimiento hace posible que tales sistemas penales, más que teorías del
delito solamente, sean, en verdad, expresiones acabadas de una suerte de gnoseologías del delito. Al respecto, cfr. Gracia
Martín, Luis, “El finalismo como método sintético
real-normativo para la construcción de la teoría del delito”, en: Universidad
Inca Garcilaso de la Vega, “Libro Homenaje por el XXV
Aniversario de la Fundación de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas.
Parte General de Derecho Penal, Política Criminal y Derecho Penal Económico”,
Composición e Impresión Editora Jurídica Grijley, Colección Biblioteca de
Derecho de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, página 79 y ss.
[5] Cfr. Welzel, H., “El
Nuevo Sistema del Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción
final”, traducción y notas por J. Cerezo Mir. Reimpresión, editorial B de f, Montevideo, Buenos Aires, 2002, páginas 31.
[6] Para
estos efectos, cfr. Kelsen, Hans, “Teoría Pura del Derecho. Introducción a la ciencia del Derecho”.
Traducido por Moisés Nilve. 18ava. edición (de la edición en francés de 1953),
Buenos Aires, EUDEBA 1982.
[8] La concepción de un Mundo del Ser y otro del Deber
Ser no es sino, como se sabe, una clásica consideración gnoseológica sobre
la realidad que fuera propuesta por el filósofo de Köenisberg, I. Kant. Su
aplicación teórico-práctica en el ámbito del Derecho corresponde a Kelsen
(cfr. Kelsen,
H., opus cit., páginas 15 y
siguientes).
[9] Como es sabido, la lógica formal aristotélica
ha sido, desde la antigüedad, el medioevo y la modernidad, la base misma de la ontología.
Al respecto, cfr. Redmond, W., “La naturaleza de la lógica según Espinoza
Medrano”, en: Pontificia Universidad Católica del Perú, “Humanidades”,
Revista del Departamento de Humanidades, 1970-1971, tomo 4, páginas 244 y
siguientes. Asimismo, es de recordar que en el pensamiento de G. W. F. Hegel, la lógica tuvo la misión de edificar conceptos, a la vez que buscó
descubrir las leyes generales del ser,
sentido en el cual, como bien ha afirmado R. Verneaux (profesor de filosofía moderna del
Instituto Católico de París durante los años 80 del siglo XX), “en una filosofía idealista no puede haber
distinción entre lógica y metafísica” (sic.
Verneaux, R., “Historia de la filosofía moderna”, Editorial Herder, Barcelona,
1984, página 229). Es más, ya en tiempos de Aristóteles –e incluso antes, con Parménides–, como bien ha puntualizado J. Marías al analizar el sentido del lógoz en el pensamiento filosófico del
estagirita, se halla que “la lógica no es otra cosa que metafísica”
(sic. Marías, J., “Historia de la filosofía”, página 72). Y si se considera –como
corresponde– que la ontología resulta
siendo la parte central de la metafísica (cfr. Grenet, P. B., “Ontología”, Curso de Filosofía Tomista,
tomo 3, Editorial Herder, Barcelona, 1980, página 14), debe entonces concluirse que la conexión
entre lógica y metafísica –conforme a lo anteriormente señalado– marca también
una inextricable unidad entre ambas (cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Teoría dialéctica del Derecho”, Ideas
Solución Editorial, Lima, 1ª edición, 2013, página 31).
[10] Que
es, más o menos, lo mismo que decir “se orientan directamente
en la realidad, objeto de conocimiento”, como ha puntualizado Welzel en la citada segunda nota de su libro.
[11] B debe hacer
algo, no por una afirmación de ser tal como “B hace o hará lo que le ordene A”, porque, en realidad, B puede no hacer lo que A le ordena. Que B debe hacer algo, es el
significado subyacente al acto de ordenar, esto es, el significado que este
acto tiene desde el punto de vista del ordenador.
[12] En
la estructura “Si A es, entonces B debe
ser” se pone de manifiesto una suerte de síntesis entre la estructura del mundo del ser y del mundo del deber ser, toda vez que el punto de partida de la relación de imputación, esto es, su
antecedente, es un hecho afirmado tal como la causa de la relación de causalidad lo es, mientras que su efecto es una
consecuencia que, siendo una consecuencia a ser valorada conforme a la
naturaleza del mundo del deber ser,
puede ser imputada a su referida condición lógico-objetiva. Esta síntesis revela el carácter ecléctico, y
por tanto idealista, metafísico, del planteamiento welzeliano. Al respecto, cfr. Welzel, Hans, “Fahrlässigkeit und Verkehrsdelikte”, Vortrag gehalten vor der Jur,
Studienges in Karlsruhe am 23 Juni 1960; zur Dogmatik der fahrlässigen Delikte,
Karlsruhe, páginas 1 y ss.
[13] El
propio Kelsen, sin
embargo, revisó después de la publicación de su “Teoría Pura del Derecho” las metodologías científicas que
propusieron, sobre bases físico-cuánticas, que el Principio de Causalidad no significa la forzosa aplicación de un
criterio de necesidad, sino sólo la expresión sintética de un cálculo
estadístico en función de un coeficiente de posibilidades. Al respecto, cfr. Enciclopedia Jurídica Omeba, tomo XV, Editorial Bibliográfica
Omeba, Buenos Aires, Reimpresión 2005, página 247.
[14] La
filosofía kantiana es la fuente filosófica que sirvió a Kelsen
para la construcción de su “Teoría Pura
del Derecho”. Al respecto, Recaséns Siches, L., “Tratado General de Filosofía del Derecho”,
séptima edición, Editorial Porrúa, S. A., México, 1981, página 406.
[15] Naturales
y sociales.
[17] Lo que no resultaría
nada extraño si se considera que los prolegómenos de la “Teoría Pura del Derecho” de Kelsen se encontraban en
formación desde 1909, y encontraron concreción, pasando por el “Reine Rechtslehre” de 1934, en su “Théorie pure du droit. Introduction a la
science du droit” de 1953; mientras que las ideas fundamentales de la
doctrina finalista de la acción de Welzel se publicaron en el artículo titulado “Kausalität und Handlung” en 1931, y,
sobre todo, en su manual “Das deutsche
Strafrecht” de 1960.
[18] Definición
racional que compatibiliza coherentemente con el postulado desarrollado en la
nota 10 de este mismo escrito.
[19] Nota
propia de la época que se vive.
[20] Ya
antes, en: Reyes Véliz, J., “Derecho
Penal Moderno. Parte General”, tomo I, Sociedad Editora Metropolitana
Ltda., Chile, junio de 2012, páginas 251 y ss.
[21] Sic. Kant, I., “Principios
Metafísicos del Derecho”, traducción de G. Lizárraga, Librería de
Victoriano Suárez, Madrid, 1873, página 41.
[22] En
el sentido más dialéctico que el término merece.
[23] Sic. Kindhäuser, U., M. Polaino-Orts y F. Corcino Barrueta, “Imputación
objetiva e imputación subjetiva en Derecho Penal”, Prólogo de M. Polaino Navarrete, Editora Jurídica Grijley, Lima, 2009,
páginas 35-36. El resaltado es del propio autor.
[24] Ídem, página 42.
[25] Sic. Jakobs, G., “Sociedad, norma y persona en una teoría de un Derecho Penal funcional”;
Editorial Civitas, 1996, página 50.
[26] Sic. Polaino-Orts, Miguel, “Lo verdadero y lo falso en el Derecho penal del enemigo”, Prólogo
de G. Jakobs, Editora Jurídica Grijley, Lima, 2009,
página 35.
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